Dame veneno que quiero vivir

Dame veneno que quiero vivir, dame veneeeeeeno. No entiendo cómo el Hospital de Día todavía no ha nombrado a Los Chunguitos padrinos de su hilo musical. He iniciado una campaña en Change.org. Aquí tenéis el enlace: http://chng.it/jydGLw55bG. Por favor, hagamos causa común. Nos íbamos a echar unas risas y a los enfermos oncológicos nos hace mucha falta reírnos en público, que en privado ya lloramos suficiente. 

Junto con el salón de mi casa, el Hospital de Día de la Fundación Jiménez Díaz es uno de los pocos lugares donde me siento segura.  Los procesos, dicen en La Periférica, llevan tiempo. Construir un espacio de seguridad me ha requerido horas y horas de introspección y trabajo personal, al que todavía dedico un preciado espacio de mi agenda. 

La quimio te mata y te cura, como las ciudades intensas, los novios trasnochados y las segundas oportunidades. Anteayer tuve consulta online con un naturópata que me insistió enérgicamente en dejar el tratamiento. Lo cierto es que me está jodiendo el cuerpo y el cerebro. Junto con el hecho de tener las tripas fuera, el quimiocerebro es lo que peor llevo. La pérdida de capacidad cognitiva es notable y el déficit neurológico otro puñal -más- en mi maltratada dignidad. Nunca fui demasiado inteligente pero ahora tengo además justificante médico. Ayer salí a la calle dos horas antes de una cita anunciándole a la amiga con la que me iba a reunir que llegaba tarde, cuando no era así: evidentemente había perdido la referencia temporal. Olvido las palabras, las tareas programadas y hasta el despertador, lo cual a muchos de vosotros atenazados por la jornada laboral os resultará envidiable pero a mí, que vago en inactividad una semana de cada dos a causa de la quimio, no. Vivo con una continua pesadez en la cabeza, como si el cielo se hubiera desplomado de golpe y presionara hacia el centro de la Tierra, una sensación que se asemeja mucho a la que soporté en los dos años que residí en la gris Bruselas, donde podías tocar sus plomizas nubes eternas solo con extender los brazos. Mido 1,57. Ojo al dato. 

Hoy tuve sesión. Ciclo cada dos semanas, curso cada tres meses. Ese es mi calendario hasta el final de mis días si otro hospital distinto a la Fundación Jiménez Díaz no propone una opción más alentadora. Es llegar al Hospital de Día y descolgárseme los miedos. Allí me asignan un sillón. Sentarme en él me hace sentir igual de protegida que un bebé sobre el pecho de su madre. Todos me conocen. Mi “larga” enfermedad me ha llevado a tejer lazos afectivos con el personal de enfermería, que pregunta por mis gatos, mi erupción cutánea y otras intimidades. La sensación es agridulce: por un lado, el placer mayúsculo de recibir afecto; por el otro, saberme, justo por esas confianzas que desprende el trato continuado, un paso más cerca de la muerte. Ah, la muerte, ese estado de plenitud que quién sabe por qué estúpida razón, quizá simple masoquismo, no quiero alcanzar.

Recuerdo que aterrizada la víspera en Buenos Aires mi amigo Martín Kagel me dijo aquello de “Buenos Aires te mata o te cura”. La quimio te hace lo mismo pero sin asados, chacareras ni amigos piolas. Dame veneno que quiero vivir.