
Vivo con las tripas fuera. El 3 de marzo pasado, un prestigioso cirujano de la Fundación Jiménez Díaz dio un tijeretazo a mi colon justo encima del tumor primario que me ha centrifugado la vida y sacó uno de los dos extremos resultantes fuera. Desde entonces, llevo unos siete centímetros de intestino colgando de la barriga, en la línea del ombligo y menos de un palmo a su izquierda. Guardo este fragmento de tripa, que prolapsada crece hasta los diez (soy una peli de David Cronenberg), en una bolsa de colostomía a la que van a parar los residuos de lo que ingiero. Caen sin previo aviso -pues tras la cirugía mis esfínteres, situados como los tuyos en el recto, han perdido su función- y sin fermentar, lo que mejora el olor. Una de cal (no me entero cuando cago) y otra de arena (mi mierda es bastante menos asquerosa que la tuya).
El primer mes no fui capaz de mirar al alien frente a frente. Mi madre se hizo cargo del asunto, emulando un vínculo que matamos hace algo menos de 44 años, cuando precisamente aprendí a controlar mis esfínteres. Hasta hace cuatro meses me costaba salir a la calle por miedo a cualquier catástrofe. Viajé por primera vez en septiembre, a Valladolid, y por segunda en octubre, a Barcelona. Agradecida por los cuidados en ambas escapadas. Y, en noviembre, volaré a Milán haciendo de tripas corazón, una vez más.
Los que me conocéis bien sabéis que doy mi versión más auténtica embutida en polipiel. Ahora visto premamá del lado izquierdo. Pero también ha llegado el momento en que me la suda todo y he vuelto a enfundarme en transparencias. Tras ellas declama mi colostomía, así como un niño gritón en un recital de tercero de primaria. Y sabéis qué. Nadie me ha mirado mal por ello. Además, he ligado. Aún más, hace un par de semanas fui a un concierto y una tía me dijo lo guapísima que era, lo cual me hizo sonreír por dentro. Quizá porque interpreté que por ser chica iba a ser más honesta que ellos. Prejuicios de género, una no llega sola a la soltería sin un posgrado en el tema- más, colostomizada-, aunque haya honrosas excepciones de buen hacer y saber estar. La semana pasada la bolsa se abrió en presencia de un muchacho. Así de brutal. El tipo reaccionó estupendamente. Yo, no. Fue un tremendo tsunami de emociones que intenté disimular sin mucho éxito. Si salgo mentalmente entera de esto, me voy a poner un altar.
Para sobrellevarlo, tiro de madurez, poco, y me hago trampa, bastante. La negación me facilita mucho las cosas. Soy una isla en el colectivo de los colostomizados. La enfermera jefe del servicio de Cirugía Digestiva de la Fundación Jiménez Díaz ejerce de convencida lobbista de las asociaciones españolas de colostomizados y ocho meses después de mi iniciación sigue presionándome para que participe en sus reuniones, comparta experiencias, intercambie trucos… Me integre, en definitiva. Pero no, yo quiero seguir siendo una outsider y transitar este momento de mierda, nunca mejor dicho, al margen de grupos, solidaridad de bolsa y banderas de tripas fuera… Mi colostomía es temporal. Queridos seres humanos colostomizados, os admiro ad infinitum pero no me siento parte de vuestro colectivo. Si algo me tiene que regalar la vida después de estos últimos años duros hasta decir basta (pasen por mi piel y me lo cuentan) es devolverme las tripas a su lugar. Y espero que eso sea dentro de un par de meses, cuando revalúen intervenir quirúrgicamente en función de los resultados del próximo TAC. Velas para la Molina, please.