El club de los vivos

El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Cuánta sabiduría popular almacena el refranero español. Convengamos que en épocas de escasez lo de quitarle el último mendrugo al moribundo tiene sentido, cuestión de ser prácticos o de corregir la superpoblación mundial. Desde que me diagnosticaron cáncer de colon allá por febrero, muchos me miran como a un fantasma al que arrebatarle ese trozo de pan. Performance que no descarto en un futuro. Ya veréis qué susto.

Sin dar nombres, diré que entre las primeras personas que me clavaron los ojos como si la noticia fuera ya una despedida están varias de mis mejores amigas, muchos conocidos, mi expareja más reciente y bastantes de los ex novios, ex ligues o ex encamados… Alguno entró por la puerta de casa llorando a moco tendido, lo cual genera una sensación bien extraña: la de estar viva sabiéndote moribunda para otros.

Con todo, lamento comunicar a quienes me intuyen bajo una sábana espectral que me quedan décadas de vida por delante pues tengo entre manos dos tareas fundamentales que regalarle al mundo: leer y escribir. Precisamente impulsada por esa ansia de ser y estar decidí, tras más de cuatro meses de encierro físico, salir al mundo exterior. Lo hice de puntillas, con sumo cuidado de no lastimar a nadie en un tropiezo. Quisiera recordar aquel tiempo de refugio como de crecimiento personal pero la energía solo me alcanzó para combatir el dolor mediante una formulación de lectura y morfina a dosis iguales. Lo siento por los que quieren embellecer este proceso, tiene poco de espiritual y mucho de letalidad. Como decía: al cabo de unos meses, me asomé al planeta. No volví a mis bares favoritos pero asistí a un par de conciertos (malos, no; pésimos), cené con amigos (qué deidad), viajé algún fin de semana a otras provincias (gracias infinitas por las invitaciones) y me dejé querer (a ver si la próxima apunto mejor que la bala siempre se me tuerce) con toda la elegancia de la que fui capaz sintiéndome, como me sentía, una anormal. Yo misma me negué el derecho a cierta normalidad pero tener cáncer ya no es una sentencia de muerte. Insisto: no estoy sana pero sí lozana. Y, aunque mi primera y última experiencia puertas afuera tampoco ayudara precisamente a reforzar mi confianza en el mundo exterior, mantengo intacta mi fe en la bondad innata del ser humano. La culpa fue mía. Ojo y bala se dieron la espalda una vez más. El individuo no tenía libros. Bandera roja bermellón, que parezco nueva. Para quien dé la vez: imprescindible mostrar pasaporte literario o, al menos, el carné de la biblioteca del barrio.

Luego está quien te mira a la española: “Esta se queja de vicio”. Que conste que me quejo poco y que por vicios tengo el vino, la lectura y el tabaco de liar. Todo junto es un placer supino. Pruébenlo retirando de la ecuación el último elemento, como estoy haciendo yo ahora. “¡Con el buen aspecto que tienes!”, se descreen. “Bueno, estoy en un estadio IV, no terminal”,  replico. “¿Qué es terminal?”, preguntan. “El estadio que viene después del IV, después no hay más de nada, ni estadios ni vida”.  Disfruto de un organismo envidiablemente fuerte que me mantiene en pie pero vivo a morfina. Duele. Otra cosa es que dé la brasa con ello. Para rescoldos quejicas no me quedan lamentos que los reaviven, así es que no los esperen.

También están quienes eluden el tema. Te hacen la cobra del cáncer por mucho que rebajes la experiencia con altas dosis de humor negro y estupidez vital. Pese a que me protege una futura incapacidad laboral prefiero guardar las ropas antes de elaborar una lista negra de quienes se vieron incapaces de enviar, tan siquiera, un mensaje de «ánimo» o «lo que necesites». Son pocos, muy pocos. Transmitirles desde aquí que entiendo el analfabetismo emocional porque también lo he enfrentado pero decirles que el serhumanismo es una bellísima condición que no pueden perderse. De veras. Preguntas a los que repelen el tema por su dolor de muelas y enmudecen si hablas de los tuyos. Aplaudes la investigación científica y cambian de tercio, adelgazando al máximo la conversación porque se les clava como un rosal a la defensiva. Muere un personaje público de cáncer y silban al techo para no mirarse en su temprana partida. La muerte de Almudena Grandes el sábado me ha dejado desarmada. Hasta conocer la noticia, me creía con cierto derecho a prolongarme por mi espíritu vitalista, cierto fondo bueno y las cosas que me quedan por hacer (un buen compañero, algunos buenos libros). Siento sin embargo que Almudena tenía más derecho que yo a continuar viva. Nunca coincidí con ella ni en un plano profesional ni en uno personal y la he leído más bien poco: sus tribunas en El País, Malena es un nombre de tango que se rodó en el Colegio de Huérfanos de Ferroviarios donde residí mis dos primeros años en Madrid, y El corazón helado, poca cosa para una autora tan prolífica. Con estas pocas mimbres y siempre desde mi imaginario, no puedo más que atribuirle una mayor legitimidad vital. Almudena tenía marido y descendientes a los que les faltará su sostén emocional, puso su valiosa energía vital al servicio del bien común dando voz a vencidos y perdedores y su producción literaria, incluidos sus particulares episodios nacionales con entregas todavía sin publicar, continuaba fértil. Comparada con ella: mis dependientes se llaman Scott y Fitz y andan a cuatro patas, con los años he ido asumiendo cada vez menos proyectos y a mis intentos de juntar letras les falta el barniz de un editor. Meritocracia vital media baja.

Un ex celoso con afán de protagonismo se molestó ayer por conocer sobre mi libertad y autonomía por terceros, y no por mí. Los terceros fueron Facebook e Instagram. Cargado de ira, me regaló la siguiente mirada: “Es mejor verte vivir que verte morir”. Tremendo infortunio. Cuando me muera pienso aparecerme a alguna gente. No es una amenaza. Le pese a él o quienquiera, sigo ejerciendo de viva. Y, es verdad, estoy tan bien físicamente que muchos ratos olvido la enfermedad.

Cuando convergen fuerza y ánimo -no siempre se dan a la vez- voy al gimnasio, al teatro y al cine. Cuatro días al mes, hago planes con la quimio enchufada al catéter subcutáneo que tengo incrustado cerca del homóplato derecho. De él, cuelga un difusor que sostengo a mi cintura gracias a una riñonera estilo Esta sí, esta no, esta me gusta me la como yo a la que solo le falta serigrafiarle “Hospital de Día, que te la chupe tu tía”. Y de esa guisa me paseo por el mundo los días en que  la bomba elastomérica me inocula veneno. El resto, voy ligera, sobre todo después de que el prolapso de mi colostomía haya decidido remitir espontáneamente y yo volverme a enfundar en pantalones ultra slim.

Amo la vida. Pese a las quinientas mil hostias que me ha dado entre unos asuntos y otros, me gusta caminar de su mano. Es así. Pertenezco al Club de los Vivos por derecho propio. No necesito justificarlo pero lo haré. Mis posibilidades de cronificar la enfermedad y morir octogenaria son tan altas como las de palmarla de aquí a cinco años, mi potencial afectivo es de tal dimensión que aún caben en él muchas más personas a las que querer y el placer que me regalan escritura y lectura aumentan día a día. No dudo del lado del que quiero estar. ¿Y tú? Piénsalo porque si te empeñas en mirarme como a una moribunda, preferiría que respetaras los dos metros de distancia. Tengo tres vacunas pero la incidencia sigue subiendo.

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