Paréntesis

Mi yo y yo nos hemos dado un tiempo. Casi seis meses separadas, claves para ratificar que queremos seguir juntas. Ha sido una decisión meditada; madura y meditada. No las teníamos todas con nosotras puesto que nos hemos hecho la vida imposible toda la ídem y en especial los últimos seis meses en que fuimos enlazando crisis – de salud- tras crisis pero henos aquí

Después de que la primera y segunda quimios – en total, 18 ciclos (o sesiones, para entendernos) entre las dos líneas de Folfox y Folfiri– en que disfrutamos de un tórrido affaire con el sofá resultaran inútiles para combatir la enfermedad, vivimos una abrupta etapa de dolor agudo y sufrimiento físico desmedido atrincheradas en el salón de casa.“Soledad, ay soledad, sola contra el cielo”. De esa guisa grité, día pero más noche, mes y medio y hasta que en la Unidad del Dolor de la Fundación Jiménez Díaz ajustaron al alza mi dosis diaria de morfina,“mamá” como si no hubiera un pasado, “pobrecita yo” por autocompasión, “me muero” hiperbólica y sollozos lechuguinos varios sentada en la taza del váter, entre otras proclamas. Y porque el dolor es así por subjetivo, individual y solitario. Mes y medio de tortura entretenida con opiáceos. 

Ya contenida por las drogas, me inyectaron el primer ciclo de inmunoterapia (Nivolumab). La gran esperanza blanca de los tratamientos contra el cáncer me explotó entre las manos. Luego descubriría que, pese a la toxicidad muy mínima (solo un 20% de los casos) que prometen los oncólogos, el daño en pacientes es alto como soy ejemplo. Con el primer ciclo y tras tres semanas de fiebres que superaron los 40 grados, me fui directa a Urgencias del Gregorio Marañón -allí le llaman la Urgencia, así en singular-, de la que solo salí para volver a ingresar. Quince largos días, que se dice rápido. La razón: efectos secundarios del ensayo de inmunoterapia en el que estaba participando, por el bien general (la investigación) y el particular (controlar a la prole: estabilizar el cáncer).  Fiebre, náuseas, cefaleas, principio de neumonía y sinusitis, de las que afortunadamente me recuperé bien. Con el segundo ciclo, afinamos la puntería: 18 días de ingreso, cinco de ellos en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del Gregorio Marañón, hospital en el que tratan mi cáncer de colon ultra mega súper metastásico, y de la que un equipo de jóvenes intensivistas JASP (jóvenes aunque sobradamente preparados) me sacó vivita y coleando (gracias, chatos, gracias infinitas). De recuerdo, me quedé una insuficiencia renal que, dicen, molestará de por vida; esto tras la consecuente terapia de diálisis, vías, arterias, corticoides, antibióticos y un sinfín de fármacos que mi muy afectado cerebro digirió malamente. Sufrí alucinaciones y paranoias por intoxicación de opiáceos (morfina, la tomo para no gritar) que mis paralizados riñones no drenaban. Habrá post, porque la experiencia – en la que expresé “una alta creatividad”, en palabras de uno de los oncólogos de guardia aquel día- lo merece.

Fueron días en que continué junto a mí. Quiero decir que me quedé conmigo. Nada más ser diagnosticada, el padre de un amigo, expaciente de cáncer de colon, me recomendó practicar el cuerpo astral- es decir: la experiencia extracorporal- para combatir los insufribles dolores que me auguraba. Los días en la UCI, en que además ocupaba una habitación individual, si se le puede llamar así, hubieran sido perfectos para ese ejercicio de desapego. No lo hice, no me separé de mí pero entendí el mecanismo. Los rostros descompuestos de los médicos que me atendían y los gestos y palabras de mis padres me hicieron elucubrar poco acertadamente sobre mi pronóstico. Jamás fui consciente de mi gravedad. Quizá por eso o a raíz de la poca energía que manejaba preferí quedarme conmigo en lugar de salir a flotar por los techos del área de Cuidados Intensivos. Y fue así, en la cama con la muerte -de adolescente veía en bucle un documental titulado En la cama con Madonna; era muy fan-, que lo entendí todo. Morir es algo así como cambiar de espacio. Y no, no me he vuelto budista de repente aunque comparto bastantes aspectos de su filosofía. Algo así como pasar de pantalla, moverte de habitación, buscar piso, residir en otra ciudad, superar un curso académico, mudarte de planeta o saltar de sistema solar. En definitiva: practicar la movilidad, a la que tanta inquina le tenemos. De morir, aquellos días en que me quedé conmigo y en que estuve tan cerca de saltar al otro lado solo me preocupaba el dolor, el sufrimiento cosido al bies de la agonía en la que se mecen este tipo de finales. Me preocupaba; ya no tanto. La muerte duele pero el dolor no es eterno, terminé por concluir. Digamos que tiene punto final. Solo nosotros somos infinitos. Duele y no siempre te sedan. Es el caso de mi segunda compañera de habitación (los efectos secundarios de la inmunoterapia conllevaron dos ingresos) a quien desahuciaron en mi presencia: “Ya no hay nada que hacer”, anunciaron los oncólogos a sus familiares sin sedación ni anestesia. Eso sí que duele.

Con esta perorata solo quería justificar mi ausencia, explicar por qué hace casi seis meses que no escribo una línea y las razones de haber convertido una narración viva en un diario muerto. Con todo, he estado muy entretenida y, en ocasiones, hasta muy divertida. Y, para descojone del general, creo que voy a ir contándolo.

(Más allá, 0; Molina, 1). Entre paréntesis, siempre entre paréntesis.

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