Quimiocerebro o cómo hacerse con un justificante médico de encefalograma plano 

Antes era tonta y ahora tengo justificante médico. Así de simple. Calculo que todo sucedió mucho antes del diagnóstico, cuando los 16 tumores (algunos milimétricos, no asustarse) que me atenazan el cuerpo empezaron a demandar más energía para crecer y expandirse allende sus fronteras linfáticas terminando por birlar fuerza motora a otros de mis órganos, incluido el cerebro. Que se me ha quedado como una pasa. No puedo poner fecha al momento en que me percaté de que los invasores estaban robándole el combustible a mi órgano rey –por aquello de que antes era tonta y ahora tengo justificante médico- pero sí soy capaz de señalar en el calendario el preciso instante en que esta tendencia pisó el acelerador hasta dejarme las neuronas en barbecho, tal como las luzco hoy. Y fue al comenzar la quimioterapia que perdí cualquier atisbo de ingenio.

Con el primer chute, caí por noqueada. Clarísimo K.O. a favor de la quimio. El fármaco se llama Folfox, y lo remarco porque esto de la nomenclatura tóxica tiene su aquel como luego detallaré. Fueron dos ciclos de tres meses cada uno. Gracias al primero, mis tumores redujeron su tamaño ostensiblemente, algunos perdieron incluso hasta un centímetro, excelente calificación. En el momento te parece una mierda pinchá en un palo pero son volúmenes bastante optimistas en esto del cáncer. La segunda línea de quimio a base de Folfiri, para que veáis lo creativos que son los filólogos de laboratorio que se dedican a titular estos venenos, no sirvió para absolutamente nada y los invasores continuaron reproduciéndose ancha es Castilla mientras la industria farmacológica intoxicaba mi cuerpo -y mi cerebro- con interés desconocido. Mientras las estás combatiendo a base de veneno, tus células cancerígenas cursan un máster en defensa en el que aprenden a sortear los fármacos haciéndose resistentes. Las hay más y menos listas. Las mías tienen el potencial de Einstein. 

Dada la inutilidad de los tratamientos tradicionales, pasamos a pedir permiso para envenenarme con remedios en fase de estudio. Tras firmar un número indecible de consentimientos informados -del tipo este ensayo puede matarle pero no lo hará-, ingresé en el colectivo de las cobayas humanas. Por primera vez en este año y medio de baja por enfermedad, me sentí útil. Visitar el hospital una media de tres veces por semana sonaba parecido a trabajar, hasta que me fui a la mierda y mis riñones se pararon, provocándome entre otras cosas unas alucinaciones del copón. Efectos secundarios, posibles pero no previsibles y muy graves, de la inmunoterapia basada en Nivolumab, así se llama el veneno. Creo que ya conté por aquí que un oncólogo definió aquel estado de intoxicación como de “alta creatividad”. Drogada perdida que iba pues mis riñones, inoperantes, no filtraban la morfina con la que me dopo a diario. Aunque el episodio -que duró cuatro días- merece un post por sí mismo, adelantaré que en el taxi, camino a Urgencias del Gregorio Marañón, veía patos gigantes cruzando la carretera con el consecuente riesgo de ser atropellados por algún vehículo. Eran muchos, pardos y atravesados por una franja verde en el cuello. No fue ni mucho menos lo más pasmoso que experimenté durante aquellos días, pero sobre esto volveré más tarde porque creo que la toma del Marañón por los rusos bien vale un post en exclusiva. 

Inter tiempos, me metí entre pecho y espalda una cantidad indecente de opiáceos, corticoides y cócteles comunes de paracetamol, Nolotil y otras cosicas, sazonado con algo de lo bueno para equilibrar (cúrcuma, seitán, shiitake), que todavía ingiero. Todo ese cocktail, pero fundamentalmente los fármacos protagonistas de los tres ciclos (dos de quimio, uno de inmunoterapia), me ha convertido en la responsable de un buen número de situaciones incongruentes

Hará ya unas tres semanas y todavía muy débil tras el ingreso y mi paso por cuidados intensivos, invité a un par de amigas a comer a casa, feliz idea con la que evitaba moverme de más dada mi avasalladora flojera. Bien. Dejé de ofrecer cous cous a mis invitados cuando quienes antaño convivían conmigo loaron infinitamente mi musaka, con lo que sustituí un platillo por otro. La musaka es una vianda de fácil pero laboriosa elaboración. Primero: hay que guisar la carne picada con su sofrito de ajo, cebolla, zanahoria y pimiento y hacerlo macerar con el mejunje de especias que le quieras regalar. Al tiempo y siempre que tengas destreza para estar a todo, asar las berenjenas, previamente cortadas en rodajas bien finas, y dejarlas soltar el poco aceite que hayan chupado durante su preparación a la plancha. Más tarde, cocer las patatas que les servirán de base. Creo que los griegos le ponen otro ingrediente, ¿polenta?, pero en las recetas tradicionales solo se menciona al tubérculo. Y, por último, preparar la bechamel de la cobertura. Montarlo todo -por este orden: patata, berenjena, carne, bechamel y queso para gratinar cuando la cosa lo pida- y meter al horno a 180 grados durante unos 20 minutos un día antes de degustar para que nos quede bien compacta. La mía estaba lo suficientemente maciza cuando la presenté en la mesa de mi salón, vestida para recibir a otras dos comensales, quienes, por supuesto, jamás aparecieron dado que la cita había sido reprogramada en el mismo horario pero para el día siguiente. Cortocircuito de agenda. Obviamos que una de las tres, yo, sufre de quimiocerebro, una capacidad adquirida consistente en trastocar fechas y horarios, olvidar palabras, abrir las compuertas de tu cerebro a una nebulosa mental constante e indefinida y vivir en un estado de amodorramiento complejo.

No son hechos aislados. Una ocasión salí de casa tres horas antes de la hora acordada para una cita creyendo que llegaba tarde, por supuesto no escucho el despertador y mi madre tiene que llamar durante horas para que me levante y llegue a tiempo a consulta, llevo varias agendas limpias de registros, mis gatos dominan la cocina y solo me apetece beber horchata. Lo de terminar la novela si queréis ya lo hablamos en otro momento pues vivo en neblina mental. Con todo, George Orwell escribió 1984 enfermo de tuberculosis, Anagrama publicó 2666 cuando Roberto Bolaño llevaba muerto más de un año, Susan Sontag recogió sus dolencias en La enfermedad y sus metáforas y, tras el diagnóstico de ELA, el británico Tony Judt publicó un artículo estremecedor titulado Noche en el que detalla con subjetiva precisión los síntomas que padecía. No hay excusa. 

Lo llaman quimiocerebro, pero también se conoce como quimioconfusión y deterioro neurocognitivo relacionado con el cáncer, términos que por sí mismos describen con bastante claridad la sintomatología de este indeseable efecto secundario. Además de las dificultades de comprensión que me hacen parecer más tonta de lo que soy, hubo épocas durante los chutes más agresivos en que no era capaz de ingerir audiovisualmente otra cosa que First Dates y un canal yanqui de reparaciones, lo cual no hizo más que mejorar mi coeficiente intelectual. En esto último coincido con Omar, un chaval que murió de cáncer de colon el año pasado y que, antes de emprender viaje, produjo un podcast que tituló de manera reduccionista Omar se muere. En uno de sus capítulos contaba cómo con el ajetreo de drogas legales que consumía para paliar el dolor, su cerebro, tal como el mío, había quedado hecho un higo incapaz de consumir más televisión que Mega.

Tantos másteres para esto.

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