
Vivo obsesionada con la muerte. Padezco un cáncer de colon estadio IV, distribuido en casi 20 tumores (colon, hígado y pulmones) e infiltraciones varias (útero, peritoneo, ganglios). No quedan tratamientos que probar y el hipotético futuro se consume. De esta guisa y tras un arduo trabajo de aceptación, he empezado a prepararme para el final.
Como no sabía por dónde arrancar, comencé por adentrarme en San Google -confluencia de autopistas y carreteras secundarias del rigor- para documentarme sobre los preparativos de la muerte y entendí que todo era cuestión de entrenamiento. Práctica, práctica, práctica. Leí apasionadamente manuales de Tanatopraxia y pensé en matricularme en alguno de los cursos online de la Sociedad Española de Tanatología pero el tiempo se me escurría.
Cada noche al acostarme y mientras mantengo la vigilia, me coloco milimétricamente centrada en la cama con el cuerpo recto como una vara de medir, los brazos alineados a los costados, las palmas de las manos hacia abajo y contra las sábanas y los pies, tobillo con tobillo, erigiendo las plantas en un posición incómoda y poco estética a modo de sarcófago egipcio. Voy cogiéndole el tranquillo aunque resulta bastante aberrante, imagino porque la naturaleza de la vida se contrapone a la de la muerte. Dominada la postura, toca velar por el interior, lo carnal. Sorprendida por la facilidad para adquirir tanto online como presencial formaldehído, compré en eBay cien mililitros por 28,11 euros. En cuanto a posología, se aconseja diluirlo al 5% para conservar muestras biológicas, al 40% para tejidos grasos como el del cerebro. Con lo que cada mañana bebo un dedito disuelto en un litro de agua. No es de mi agrado pero todo sea por mantenerme lejos de la podredumbre. Entre otros preparativos, hace un mes corté mi larga melena dando lugar a un bob monísimo y guardé el pelo restante para fabricarme una peluca. Después de muertos, el pelo se cae a manos llenas, informo.
Ante la ineficiencia de las terapias de quimio e inmuno y presionada por el avance galopante de la enfermedad, me inscribí en un taller de iniciación a la meditación con la idea de ir sobre seguro en los bardos finales de la vida pero entendí muy poco de lo que explicó el maestro de un centro budista de Carabanchel. Preferí entonces centrarme en dejarlo todo atado y bien atado. Testamento no me hace falta, dado que sin parejo ni descendientes todo irá a parar a manos de mis padres, los que contra natura me sobrevivirán. Poseo algo más de la mitad de un piso de 78 metros en el barrio de Las Águilas, donde Cristo perdió la zapatilla, es decir: Cuatro Vientos. No voy a explicar cómo llegué hasta aquí, solo diré que fue un error garrafal relacionado con un mal ejemplar del sexo masculino. La otra casi mitad corresponde a un banco; es decir, estoy hipotecada hasta la gomilla de las bragas, como muchas ciudadanas más. Dejo dos seres dependientes: Scott y Zelda, espero contar con un público ilustrado y no tener que explicar el origen de sus nombres. Dos gatos de un año. Por ellos no me preocupo. Hace unas semanas, una conocida se ofreció a hacerse cargo “cuando pase”, entiendo que quería decir cuando me muera. Muy gentil. Le tomo la palabra. Supongo que muchos ya han jugado la porra de mi fecha de defunción. Que gane el mejor. El resto de propiedades son menudencias: muebles, electrodomésticos, ropa y el portátil desde el que escribo, que me lo llevaría al más allá como equipaje de mano. No poseo otra cosa. Con todo, no estaría de más preparar un escrito de intenciones finales, nada que ver con el certificado de últimas voluntades que acreditan las herencias, por si los responsables de rematar el cotarro tuvieran a bien cumplir mis deseos. Ruego que me incineren. No quisiera protagonizar el primer caso de catalepsia del siglo XXI. Me da pavor arañar el ataúd hasta la eternidad. Esparcid las cenizas en algún puerto marítimo exceptuando Levante, y a correr. No necesito ceremonia, palabras o música que me acompañen. Dos semanas después de haber muerto ya no me recordaréis – la vida prosigue soltando lastre-, por lo que carece de sentido esforzarse en una ceremonia por algo tan fugaz.
A diferencia de muchos de los que os enfrentáis a mi cáncer con menos materia gris que una mosca, no me siento preparada para la muerte. Aún así, le pongo ganas a la perpetuidad y entreno cada día como he relatado en estas líneas. Cual lectora avezada, siempre consideré a los escritores seres eternos, característica que les confiere la inmortalidad de sus obras. Leo en el periódico infinidad de tribunas dolientes sobre el prematuro e inesperado fallecimiento de Javier Marías. Sobrevenida su muerte sin preaviso, solo nos queda seguir leyéndolo para mantener vivo nuestro gozo.
Metida en la cocina de la escritura (excelente libro, por cierto, el del mismo título), una de las posibilidades que más me aterra de mi mañana es la de dejar un legado yermo, a diferencia del de Marías, el cual es sustancioso. Escribo una pequeña novela, que se me está haciendo grande. Temo no llegar a concluirla y que, pese a venir avisada y entrenar con tesón, mi muerte me sea igual de inesperada.
Tenía el corazón tan blanco que no era una de todas esas almas a las cuales el tiempo ennegrece la espalda. Había un mañana en que veía tu rostro y pedía que le pensaras durante las batallas. Sería porque con los enamoramientos es como empieza lo malo para el hombre sentimental de este siglo de dominios del lobo, pues ya nadie es monarca de su tiempo en ninguna travesía del horizonte se llame Berta Isla o sea el mismísimo Tomás Nevinson. Son tiempos ridículos.